En la radio suena Perra, de Rigoberta Bandini
La chica mira a través del cristal, pero no consigue ver nada. Está oscuro, aunque no tiene claro si es de noche. De pronto, cuando consigue mover el coche comprende que tiene puesta la marcha hacia atrás. Mira ante ella y distingue el camino que se divide en dos, pero no duda, con un giro brusco toma el camino de la izquierda. Algo le dice que no se equivoca. Es una de esas certezas suyas que no admiten replica. Mira por el retrovisor y se dice a sí misma que sí, que es de noche. Ya es hora de regresar a la casa. Una decisión que no le va a gustar a nadie, pero eso ya no es algo que le importe.
Conduce el coche con seguridad, pese a tener el carnet hace muy poco tiempo, tan poco, que a veces se pregunta si no necesitaría hacer alguna gestión más para que todo esté en regla. ¿Lo tiene? A veces cree que no lo tiene. Que conduce sin haberlo conseguido. Pero quizás se debe a que está convencida de haber aprobado el examen porque se dejó tocar la pierna por el examinador. Era un tío baboso, de los que no te mirarías ni para pedirle la hora, pero a ella los exámenes la ponen tan nerviosa que cometió varios errores de esos casi imposibles. Lo oía como si tuviera los oídos taponados, como si de pronto se hubiera vuelto sorda. No lo entendía. A la segunda equivocación, él le dijo “tranquila” y le puso la mano en el muslo. La chica lo miró con los ojos abiertos. Por el asco. Pero el hombre ni se inmutó, le palmeó un par de veces el muslo desnudo y retiró la mano, como si la mano no fuera suya, y continuó dándole instrucciones